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[La Caja] 1.06 -La influencia depende de una elección fundamentada


La influencia depende de una elección fundamentada

—¿ Y qué es eso más profundo? —pregunté con curiosidad.
—Algo de lo que ya hemos hablado: el autoengaño. Determinar si estoy dentro o fuera de la caja.
—Está bien —dije lentamente, con el deseo de saber más.
—Como ya hemos dicho, la gente responde principalmente a lo que sentimos por los demás en el interior, al margen de lo que hagamos exteriormente. Y lo que sentimos por los demás depende de si está uno dentro o fuera de la caja respecto a ellos.
Permítame ilustrárselo dándole un par de ejemplos.

»Hace aproximadamente un año fui de Dallas a Phoenix en un vuelo sin reservas de asiento. Había llegado lo bastante pronto como para conseguir una de las primeras tarjetas de embarque. Mientras nos disponíamos a embarcar, oí decir al auxiliar que el avión no estaba completo, pero que sólo
quedarían unos pocos asientos vacíos. Me sentí afortunado y aliviado de encontrar un asiento de ventanilla, con otro libre al lado, aproximadamente en el tercio trasero del avión. Los pasajeros que buscaban asientos seguían avanzando por el pasillo, evaluando con la mirada la mejor de las opciones
cada vez más escasas. Dejé el maletín en el asiento vacío, saqué el periódico y me puse a leer. Recuerdo que miré por encima del borde superior del periódico hacia los pasajeros que se acercaban por el pasillo. Ante la menor señal de lenguaje corporal indicativa de que se consideraba como una posibilidad el asiento donde estaba mi maletín, extendía más el periódico, procurando que aquel puesto pareciese lo más indeseable posible. ¿Capta la imagen?
—Perfectamente.
—Bien. Ahora, déjeme hacerle una pregunta: a primera vista, ¿qué comportamiento estaba teniendo en el avión? ¿Cuáles eran algunas de las cosas que hacía?
—Bueno, para empezar se comportó como una especie de estúpido —me atreví a contestar.
—Ciertamente —admitió con una amplia sonrisa—, pero no me refería exactamente a eso, al menos por ahora. Quiero decir, ¿qué acciones concretas realicé en el avión? ¿Qué estaba haciendo? ¿Cuál era mi comportamiento exterior?

—Bueno, veamos —dije, pensando en la imagen que se había formado en mi mente—. Estaba ocupando dos asientos. ¿Es a eso a lo que se refiere?
—Desde luego. ¿Y qué más?
—Pues..., leía el periódico. Observaba a la gente que pudiera sentarse a su lado. Y, a un nivel más básico, estaba sentado.
—Está bien —asintió Bud—. Veamos ahora otra pregunta. Mientras realizaba todos esos comportamientos, ¿cómo veía a las personas que buscaban puesto? ¿Qué eran ellas para mí?
—Yo diría que las veía como amenazas, quizá como molestias o problemas o algo así.
—Muy bien. ¿Diría que consideraba el derecho de esas personas a buscar asiento tan legítimo como el mío?
—En absoluto. Lo que contaban eran sus propias necesidades, mientras que las de los demás eran, en todo caso, secundarias —contesté, sorprendido por mi franqueza—. Por lo que usted dice, da la impresión de que se consideraba a sí mismo como el rey del gallinero.

Bud se echó a reír, evidentemente complacido por el comentario.
—Bien dicho, bien dicho. —Cuando dejó de reír, continuó, ya más serio—.

Tiene razón. En ese avión, si los demás contaban para algo, sus necesidades y deseos eran mucho menos importantes que los míos.
»Compare ahora esa experiencia con la siguiente, ocurrida hace aproximadamente seis meses. Nancy y yo viajamos a Florida. De algún modo, se produjo un error en la asignación de asientos y nos encontramos con que no podíamos sentarnos juntos. El avión estaba lleno y la auxiliar de vuelo tenía dificultades para encontrar una forma de sentarnos juntos.
Mientras esperábamos en el pasillo, tratando de hallar una solución, una mujer con un periódico doblado apresuradamente se nos acercó desde la parte trasera del avión y nos dijo: "Disculpen, si necesitan dos asientos juntos, creo que el de al lado mío está vacío y a mí no me importaría sentarme en uno de sus asientos".
»Ahora, piense en aquella mujer. ¿Cómo diría que nos vio, acaso como amenazas, molestias o problemas?
—En modo alguno. Parece que los consideró simplemente como personas necesitadas de encontrar asientos contiguos —contesté—. Probablemente, eso es algo más básico de lo que usted pretendía que contestara, pero...
—No, está muy bien —me interrumpió Bud, que por lo visto deseaba aclarar algo—. Ahora, compare a esa mujer conmigo.
¿Dio ella prioridad a sus propias necesidades y deseos como yo había dado a los míos?
—No parece que fuera así —contesté—. Todo parece indicar que, desde el punto de vista de la mujer y teniendo en cuenta las circunstancias, sus necesidades y las de ustedes tuvieron la misma importancia para ella.
—Correcto —asintió Bud mientras se dirigía hacia el extremo más alejado de la mesa de conferencias—. Aquí tenemos, pues, dos situaciones en las que una persona está sentada en un avión junto a un asiento vacío, leyendo el periódico de forma ostensible y observando a los demás, que todavía buscan asientos en el avión. Eso es lo que sucedía en la superficie en cuanto al comportamiento.

Bud abrió dos grandes puertas de caoba situadas en el extremo más alejado de la mesa, hacia mi izquierda, y dejó al descubierto una gran pizarra blanca de material plástico.
—Pero observe ahora lo diferente que fue esa experiencia aparentemente similar para mí y para aquella mujer. Yo menosprecié a los demás; ella, en cambio, no. Yo me sentía ansioso, tenso, irritado, amenazado y enojado, mientras que ella no parecía experimentar ninguna de esas emociones negativas. Yo estaba allí sentado, culpabilizando a los demás que pudieran interesarse por el asiento donde había dejado mi maletín; quizás alguno pareciera muy feliz, otro me mirase ceñudo, otro tuviera excesivo equipaje de mano, otro pareciese un parlanchín, y así sucesivamente. La mujer, por su parte, no parece que culpabilizara a nadie sino que, al margen de que se sintiera feliz, ceñuda, cargada con equipaje de mano, parlanchina o no, comprendió que nosotros necesitábamos sentarnos en alguna parte.
Y, siendo así, ¿por qué el asiento que tenía vacío a su lado, y en este caso incluso su propio asiento, no era nuestro con tanto derecho como suyo? Allí donde yo sólo había visto amenazas, molestias y problemas, esa mujer simplemente vio a dos personas a las que les gustaría sentarse juntas.

»Ahora tengo otra pregunta que hacerle —siguió diciendo Bud—. ¿No es cierto que las personas que abordaron ambos aviones eran gentes con esperanzas, necesidades, preocupaciones y temores comparables y que todas ellas tenían más o menos la misma necesidad de sentarse?
La contestación me pareció evidente.
—Sí, estoy de acuerdo con eso —asentí.
—Pues si eso es cierto, yo tenía un gran problema, puesto que no veía a la gente del avión de ese modo. En aquel momento consideraba que, de algún modo, tenía más derecho o era superior a todos aquellos que buscaban un lugar donde sentarse. Me había autoproclamado como «el rey del gallinero», como usted bien dijo, y veía a los demás como inferiores a mí y menos merecedores que yo. Observe ahora que mi visión, tanto de mí mismo como de los demás, se hallaba distorsionada respecto de lo que, según hemos quedado de acuerdo, era la realidad, es decir, que todos nosotros éramos personas con más o menos la misma necesidad de sentarnos. Así pues, mi visión del mundo era una forma sistemáticamente incorrecta de ver a los demás y a mí mismo. De algún modo, consideraba a los demás como menos de lo que eran, como objetos cuyas necesidades y deseos eran secundarios y menos legítimos que los míos.
Era incapaz de ver problema alguno en lo que estaba haciendo. Me estaba autoengañando o, si lo prefiere, estaba dentro de la caja.

»Por su parte, la mujer que nos ofreció su asiento vio la situación y nos vio a nosotros sin prejuicios. Vio a los demás como lo que eran, personas como ella misma, con necesidades y deseos similares a los suyos. Vio las cosas directamente, sin tapujos. Estaba fuera de la caja.

»Así pues, las experiencias interiores de las dos personas —siguió diciendo—, aunque mostraban los mismos comportamientos externos, fueron diametral-mente diferentes. Y esa diferencia es muy importante, tanto que quisiera resaltarla con un esquema.
Se volvió hacia la pizarra y dedicó un rato a trazar lo siguiente:

Nota de VREdondoF: no he sido capaz de copiar el esquema.
Hay que ir a la pagina 29 del pdf completo en :

—Las cosas son así, Tom —dijo Bud, apartándose a un lado de la pizarra para que pudiera ver—. Al margen de lo que uno esté «haciendo» en la superficie, ya sea, por ejemplo, estar sentado, observar a los demás, leer el periódico o lo que sea, me encuentro en una de dos formas fundamentales mientras lo hago. O bien veo a los demás directamente como lo que son, es decir, personas como yo, que tienen necesidades y deseos tan legítimos como los míos, o no los veo así. Según le oí decir a Kate una vez, me experimento a mí mismo como una persona entre la gente, o me experimento a mí mismo como «la persona» entre objetos. En el primer caso, estoy fuera de la caja; en el segundo, estoy dentro. ¿Le parece que eso tiene sentido?
Pensé en una situación que me había ocurrido una semana antes. Alguien de mi departamento se había convertido en una terrible molestia y no acababa de comprender cómo se le podía aplicar aquella distinción de estar dentro o fuera de la caja. De hecho, la situación parecía socavar todo lo que me estaba diciendo Bud.
—No estoy seguro —le dije—. Permítame exponerle una situación para que me indique cómo encaja en lo que me acaba de explicar.
—Me parece muy bien —asintió, sentándose.
—A la vuelta de la esquina, desde donde está mi despacho, hay una sala de conferencias a la que acudo a menudo para pensar y reflexionar sobre las estrategias que convendría seguir. La gente de mi departamento sabe que esa sala es como una especie de segundo despacho para mí, y después de unos pocos altercados ocurridos durante el pasado mes, ahora tienen cuidado de no programar nada en ella sin mi conocimiento previo. La semana pasada, sin embargo, una de las empleadas de mi departamento entró en la sala y la utilizó. Y no sólo eso, sino que borró todas las notas que yo había dejado en el tablero. ¿Aprueba una cosa así?
—No, eso está mal —contestó Bud—. No debería haberlo hecho.
—También a mí me lo pareció. Me sentí furioso. Tardé un tiempo en reconstruir lo que había hecho, y todavía no estoy seguro de haberlo recuperado todo.
Estuve a punto de continuar, de decir cómo llamé inmediatamente a la mujer en cuestión a mi despacho, que me negué a estrecharle la mano y que sin pedirle siquiera que se sentara, le dije que jamás volviera a hacer algo así, si no quería empezar a buscarse un nuevo trabajo.
—¿Cómo encaja esa situación en el autoengaño? —pregunté.
—Bueno —contestó Bud—, déjeme hacerle antes unas pocas preguntas y quizá pueda contestarse usted mismo la cuestión. Dígame qué clase de pensamientos y sentimientos experimentó hacia esa mujer al descubrir lo que había hecho.
—Bueno, supongo que pensé que no había sido muy cuidadosa. De hecho, fue descuidada. —Bud asintió, dirigiéndome una mirada inquisitiva que me invitó a seguir hablando—. Y supongo que pensé que había sido una estupidez por su parte hacer lo que hizo, sin preguntarle antes a nadie. Y también pensé que había sido presuntuosa y abiertamente autosuficiente.
—A mí también me lo parece así —asintió Bud—. ¿Algo más?
—No, al menos que pueda recordar.
—Bien, déjeme preguntarle ahora: ¿sabe para qué quería esa empleada utilizar la sala?
—Pues, la verdad, no. De todos modos, ¿qué importa? Eso no cambia el hecho de que no debería haberla utilizado, ¿verdad?
—Probablemente no —contestó Bud—. Pero veamos otra pregunta: ¿sabe usted su nombre?
La pregunta me pilló por sorpresa. Pensé un momento, pero ningún nombre acudió a mi mente. Ni siquiera estaba seguro de haberlo oído decir. ¿Lo había mencionado mi secretaria? ¿O lo dijo ella misma cuando tendió la mano para saludarme? Mi mente buscó un recuerdo, pero no encontró nada.
«Pero ¿por qué iba a importar eso? —pensé para mis adentros, envalentonado—. Está bien, no sé su nombre, ¿y qué? ¿Me hace eso perder la razón, o qué?»
—No, supongo que no lo sé. En todo caso, no lo recuerdo —admití.
Bud asintió con un gesto de la cabeza, llevándose una mano a la barbilla.
—Veamos ahora la pregunta que realmente quisiera que considerase.
Suponiendo que esa mujer sea realmente descuidada, estúpida y presuntuosa, ¿supone usted que es tan descuidada, estúpida y presuntuosa como la acusó de ser cuando sucedió el incidente?
—Bueno, en realidad no la acusé.
—Quizá no con sus propias palabras, pero ¿mantuvo alguna interacción con ella desde que ocurriera el incidente?
Pensé en la gélida acogida que le dispensé cuando la llamé a mi despacho y en mi negativa a estrecharle la mano.
—Sí, tan sólo una vez —contesté, algo más dócilmente.
Bud tuvo que haber percibido el cambio en mi tono de voz porque se adaptó en seguida y bajó ligeramente su propio tono de voz y desapareció su actitud práctica.
—Tom, quisiera que se imaginara que usted era ella cuando se encontraron.
¿Qué cree que sintió ella hacia usted?
La respuesta, claro está, era evidente. No podía haber sentido nada peor hacia mí si la hubiese golpeado con un bate de béisbol. Aunque hasta entonces apenas la había tenido en cuenta, recordé ahora el temblor de su voz y sus pasos inseguros y apresurados al abandonar mi despacho. Me pregunté ahora, por primera vez, cuánto daño tuve que haberle causado y qué debía de estar sintiendo. Imaginé que debía de sentirse insegura y preocupada, sobre todo porque todo el personal del departamento parecía estar enterado de lo ocurrido.
—Sí—dije lentamente—, ahora que lo pienso, me temo que no supe manejar muy bien la situación.
—Regresemos a mi pregunta anterior —siguió diciendo Bud—. ¿Cree que su visión de esa mujer en aquel momento la hizo sentirse sistemáticamente peor de lo que ya se sentía?
Hice una pausa antes de contestar, no porque no estuviera seguro de la respuesta, sino porque quería recuperar la calma.
—Quizá. Supongo que sí. Pero eso no cambia el hecho de que ella hizo algo que no debería haber hecho, ¿verdad? —me apresuré a añadir.
—En modo alguno. Pero ya llegaremos a eso. Ahora, la pregunta que deseo que se haga es: dejando al margen si lo que hizo esa mujer fue correcto o incorrecto, la visión que tuvo usted de ella, ¿fue más parecida a la que tuve yo de la gente en el avión, o más parecida a la que tuvo la mujer del otro avión sobre nosotros?
Me quedé allí sentado, pensando por un momento en eso.
—Piénselo del siguiente modo —añadió Bud, señalando el esquema dibujado en la pizarra—. ¿Consideró a la mujer como una persona con esperanzas y necesidades similares a las suyas, o fue un objeto para usted, una amenaza, una molestia o un problema? —Supongo que debió de haber sido sólo un objeto para mí —contesté finalmente. —Así que ahora, ¿cómo cree que se aplicaría lo que hemos hablado sobre el autoengaño? ¿Diría que estaba usted dentro o fuera de la caja?
—Supongo que, probablemente, estaba dentro —contesté.
—Merece la pena pensar en ello, Tom. Porque esa distinción —añadió, indicando el diagrama— revela lo que hay por debajo del éxito de Lou, y también de Zagrum. Precisamente porque Lou solía estar fuera de la caja, era capaz de ver las cosas directamente. Veía a los demás como lo que eran: personas. Y descubrió una forma de construir una empresa de personas, que de ese modo comprendían las cosas en mucha mayor medida que las personas de la mayoría de organizaciones. Si quiere conocer el secreto del éxito de Zagrum, es el hecho de que hemos desarrollado una cultura en la que, simplemente, invitamos a las personas a ver a los demás como personas. Y al ser consideradas y tratadas de ese modo directo, la gente responde en consecuencia. Eso fue lo que sentí y lo que le devolví a Lou.
Todo eso me sonaba muy bien, pero me parecía demasiado simplista como para ser el elemento que distinguía a Zagrum.
—Las cosas no pueden ser tan sencillas, ¿verdad, Bud? Quiero decir, si el secreto de Zagrum fuera tan elemental, todo el mundo nos habría imitado a estas alturas.
—No me malinterprete —dijo Bud—. No desprecio en modo alguno la importancia de, por ejemplo, conseguir empleados inteligentes y habilidosos, trabajar largas y duras horas, o cualquier otra serie de cosas que son importantes para el éxito de Zagrum. Pero observe que las demás empresas han imitado todas esas cosas y, sin embargo, no han logrado alcanzar nuestros resultados. Y eso se debe a que, sencillamente, no saben hasta qué punto la gente inteligente trabaja de forma más inteligente, los habilidosos de forma más habilidosa, y los decididos a trabajar seriamente trabajan seriamente cuando ven y son vistos de un modo directo, como personas.
»Y no olvide —añadió—, que el autoengaño es un tipo de problema particularmente difícil. Un problema que las organizaciones son incapaces de ver, en la medida en que se hallan dominadas por el autoengaño, como les sucede a la mayoría de ellas. Ello quiere decir que la mayoría de organizaciones se encuentran dentro de la caja.
Aquella afirmación pareció quedar colgando en el aire mientras Bud tomaba el vaso y bebía un sorbo de agua.
—Y a propósito —añadió Bud—, la mujer se llama Joyce Mulman.
—¿Quién..., qué mujer?
—La persona a la que se negó a darle la mano. Se llama Joyce Mulman.


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Publicado por VRedondoF para La Caja el 2/20/2010 12:12:00 PM