Dudas
El sol de agosto era abrasador mientras recorría de regreso el sendero junto al Kate's Creek. A pesar de haber nacido en St. Louis y haber vivido durante años en la costa Este, había pasado tiempo suficiente en climas más suaves como para sentirme bastante incómodo con la humedad del calor veraniego de Connecticut. Me agradó avanzar bajo la sombra de los árboles, en dirección al edificio 8.
No había forma, sin embargo, de protegerme de la exposición que sentía en mi interior. Me encontraba en terreno completamente desconocido. Nada de lo experimentado hasta entonces en mi carrera me había preparado para una entrevista como la que acababa de tener con Bud. Pero aunque me notaba muy inseguro y mucho menos convencido que unas horas antes de estar entre el puñado de ejecutivos que dirigía Zagrum, tampoco me había sentido nunca tan bien acerca de lo que estaba haciendo. Sabía que durante esta pausa había algo que tenía que hacer y sólo confiaba en encontrar a Joyce Mulman para poder hacerlo.
—Sheryl, ¿puede indicarme dónde está el despacho de Joyce Mulman? —le pregunté a mi secretaria al pasar ante ella y entrar en mi despacho.
Tras dejar el bloc de notas sobre la mesa y volverme, vi que Sheryl estaba de pie ante la puerta, con una expresión de preocupación en su rostro.
—¿Ocurre algo malo? —preguntó lentamente—. ¿Es que Joyce ha vuelto a hacer algo?
Las preguntas de Sheryl implicaban cierta preocupación por mí, pero su actitud ponía de manifiesto la preocupación que en realidad sentía por Joyce, como si quisiera protegerla de una inminente tormenta si tuviera la oportunidad. Y a mí me sorprendió la suposición, implícita en su pregunta, de que si deseaba ver a alguien debía de ser porque esa persona había hecho algo mal. Mi entrevista con Joyce podía esperar un momento. Antes tenía que hablar con Sheryl.
—No, no ocurre nada malo —contesté—. De todos modos, entre un momento, porque hay algo de lo que deseo hablar con usted. Siéntese —le pedí, al ver que se mostraba indecisa. Rodeé la mesa y me senté frente a ella—. Soy nuevo aquí —empecé diciendo— y usted todavía no ha tenido muchas oportunidades de conocerme bien. Por eso necesito que sea absolutamente franca conmigo.
—Está bien —dijo, un tanto evasivamente.
—¿Le gusta trabajar conmigo? Quiero decir, en comparación con otras personas para las que haya trabajado antes, ¿diría que soy un buen jefe?
Sheryl se removió en el asiento, evidentemente incómoda con la pregunta.
—Desde luego —contestó con un tono de voz demasiado vehemente—.
Claro que me gusta trabajar con usted. ¿Por qué?
—Era una simple curiosidad —contesté—. Así que le gusta trabajar para mí.
—Ella asintió, sin mucha convicción—. Pero ¿diría que le gusta trabajar para mí tanto como le gustó trabajar para otros?
—Oh, claro —contestó con una sonrisa forzada, bajando la mirada—. Me he sentido a gusto con todas las personas para las que he trabajado.
Mi pregunta dejó a Sheryl en una situación imposible. Era extremadamente injusto. Pero ya conocía la respuesta que buscaba: no le caía muy bien. La verdad se traslucía en su actitud de forzada naturalidad y en los movimientos que dejaban adivinar su incomodidad. Pero no experimenté rencor alguno hacia ella. Por primera vez en un mes, sentí pena, y también me sentí un tanto azorado.
—Está bien, Sheryl, gracias —le dije—. Pero empiezo a tener la sensación de que probablemente ha sido un tanto horrible trabajar conmigo.
Ella no dijo nada.
Levanté la mirada y creí observar cómo se formaba un velo de humedad en sus ojos. ¡Sólo había trabajado cuatro semanas con ella y ya estaba a punto de ponerse a llorar! Me sentí como el mayor de los canallas.
—Lo siento de veras, Sheryl. Realmente lo siento. Creo que tengo que desaprender ciertas cosas. Creo que he estado ciego a algunas de las cosas que les hago a las personas. Todavía no sé gran cosa al respecto, pero estoy aprendiendo... cómo resulta que menoscabo a los demás, que no los veo como personas. ¿Sabe usted de qué estoy hablando? —Ante mi sorpresa, ella asintió—. ¿Lo sabe?
—Claro. ¿Es por lo de la caja, el autoengaño y todo eso? Sí, aquí es algo que todos sabemos.
—¿Acaso Bud habló también con usted?
—No, no fue Bud. Él se reúne personalmente con todos los nuevos directores. Aquí organizan una clase por la que pasamos todos y en la que aprendemos las mismas cosas.
—¿De modo que sabe lo de la caja, lo de ver a los demás como personas o verlos como objetos?
—Sí, y lo de la autotraición, la connivencia, cómo salir de la caja, cómo concentrarse en los resultados, los cuatro niveles de rendimiento organizativo y todo lo demás.
—No creo haber aprendido todavía nada de todo eso. Al menos, Bud no me lo ha dicho aún. ¿Cómo era eso..., la auto...?
—Traición —terminó de decir Sheryl—. Así es como acabamos en la caja.
Pero no quiero estropearle lo que viene a continuación. Por lo visto, parece que usted acaba de empezar a saberlo.
Ahora sí que me sentía realmente como un cretino. Una cosa era tratar a otra persona como si fuera un objeto si esa persona era tan ignorante de todas esas ideas como lo había sido yo mismo. Pero al conocer lo de la caja, probablemente Sheryl me había visto venir desde el principio.
—Vaya, lo más probable es que le haya parecido como el mayor de los idiotas, ¿verdad?
—No, no el mayor —dijo Sheryl con una sonrisa.
Su broma tuvo la virtud de aligerar mi estado de ánimo y me eché a reír.
Probablemente, era la primera risa que se cruzaba entre nosotros en las cuatro semanas que llevábamos trabajando juntos. Dejándome llevar por la naturalidad del momento, me pareció una pena dejar pasarlo y le dije:
—Quizá para esta tarde ya sepa qué hacer al respecto.
—Quizá ya sabe más de lo que cree saber —dijo ella—. Y, a propósito, Joyce trabaja en el segundo piso, cerca de la columna marcada «8-31».
Al pasar junto al cubículo de Joyce, lo encontré vacío. «Probablemente se ha ido a almorzar», pensé. Estaba a punto de marcharme cuando me lo pensé mejor. «Si no hago esto ahora, ¿quién sabe si podré hacerlo alguna vez?» Así que me senté en la silla extra que había en el cubículo y esperé.
El cubículo estaba lleno de fotografías de dos niñas pequeñas, quizá de unos tres y cinco años de edad. Y había dibujos infantiles de rostros felices, salidas de sol y arcos iris. Podría haber estado sentado en una guardería, de no haber sido por los montones de gráficos e informes que había amontonados por el suelo.
No estaba seguro de saber qué hacía Joyce en la organización, en mi organización, lo que en ese momento me pareció algo bastante patético, pero a juzgar por el montón de informes supuse que pertenecía a uno de nuestros equipos de calidad de producto. Estaba examinando uno de los informes cuando ella dobló la esquina y me vio.
—Oh, señor Callum —exclamó, conmocionada, deteniéndose de improviso y llevándose las manos a la cara—. Lo siento. Siento mucho todo este desorden. En realidad, no suele estar así.
Evidentemente, la había pillado desprevenida. Probablemente yo era la última persona que esperaba ver en su cubículo.
—No se preocupe por eso. De todos modos, no es nada comparado con mi propio despacho. Y, por favor, llámeme Tom.
Pude observar claramente la confusión reflejada en su cara. Al parecer, no sabía qué decir o hacer a continuación. Se quedó allí de pie, a la entrada de su cubículo, temblando.
—Yo..., bueno, he venido a disculparme, Joyce, por la forma de abroncarla el otro día sobre la sala de conferencias y todo eso. Mi actitud no fue nada profesional y créame que lo siento.
—Oh, señor Callum, yo... me lo merecía, realmente me lo merecía. Jamás debería haber borrado sus cosas. Me sentí muy mal por eso, tanto que llevo una semana casi sin dormir.
—Probablemente, yo debería haber encontrado una forma de manejar el asunto sin necesidad de provocarle ese insomnio.
Joyce esbozó una ligera sonrisa, como si dijera: «Oh, ¿de veras lo cree así?».
Bajó la mirada al suelo y movió un pie. Había dejado de temblar.
Eran las 12.30. Me quedaban por lo menos veinte minutos antes de regresar para continuar la entrevista con Bud. Me sentía bastante a gusto y decidí llamar a Laura.
—Laura Callum —dijo la voz al otro lado de la línea.
—Hola —le dije.
—Tom, sólo tengo un momento. ¿Qué necesitas?
—Nada. Sólo quería saludarte.
—¿Marcha todo bien? —me preguntó.
—Sí, estupendamente.
—¿Estás seguro?
—Sí, ¿o es que no puedo llamarte para saludarte sin que me interrogues ?
—Bueno, tú no sueles llamar para eso. Tiene que estar ocurriendo algo.
—Pues no, no ocurre nada. De veras.
—Está bien..., si tú lo dices.
—Vamos, Laura, ¿por qué haces que las cosas sean tan difíciles? Sólo te llamaba para saber cómo estás.
—Pues... estoy bien. Y, de todos modos, gracias por tu preocupación —dijo, llenando la voz de una nota de sarcasmo.
De repente, todo lo que Bud me había dicho aquella mañana me pareció demasiado ingenuo y simplista. La caja, el autoengaño, personas u objetos..., todas aquellas ideas quizá pudieran aplicarse en algunas situaciones, pero no en ésta, por ejemplo. Y aunque se pudieran aplicar a ésta, ¿a quién le importaba?
—Estupendo. Eso es sencillamente estupendo. Espero que tengas una tarde muy agradable —le dije con su mismo tono sarcástico ligeramente aumentado—.
Y también espero que seas tan alegre y comprensiva con todo el mundo como lo eres conmigo.
La comunicación se cortó.
«No cabe la menor duda, estoy en la caja», pensé mientras colgaba el teléfono. «¿Y quién no lo estaría, casado con alguien como ella?»
Regresé al edificio central lleno de preguntas en mi cabeza. «Lo primero de todo: ¿y si alguien más está en la caja? ¿Qué hacer entonces? Como con Laura; no importa lo que yo haga. Simplemente, la llamé para hablar con ella.
Y en ese momento yo también estaba fuera de la caja. Pero luego, de forma rápida e indiferente, me lanzó un golpe bajo, como suele hacer. Es ella la que tiene un problema. No importa lo que yo haga. Aunque yo esté dentro de la caja, ¿qué? ¿Qué otra cosa cabría esperar?
»Está bien, he tenido un par de buenas experiencias con Sheryl y Joyce y parece haber funcionado. Pero ¿qué más van a hacer ahora? Yo dirijo el departamento. Ellas tienen que cumplir con su obligación. ¿Y qué pasa por el hecho de que Sheryl se hubiese puesto a llorar? ¿Por qué iba a ser culpa mía?
Ella tiene que ser más resistente. Es comprensible que un ser tan débil se eche a llorar, o al menos yo no debería sentirme culpable si lo hace.»
Mi sensación de cólera crecía a cada paso que daba. «Esto es una completa pérdida de tiempo. Es todo tan ingenuo. Vale, vivimos en un mundo perfecto.
Pero ¡diantres, esto es una empresa!»
En ese preciso momento oí que alguien pronunciaba mi nombre y me volví hacia el lugar de donde procedía la voz. Ante mi sorpresa, vi a Kate Stenarude, que se dirigía hacia mí cruzando el césped.
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Publicado por VRedondoF para La Caja el 3/20/2010 12:55:00 PM