—Tiene usted hijos, ¿verdad, Tom?
Casi agradecí aquella sencilla pregunta y sentí que la animación reaparecía en la expresión de mi cara.
—Sí, tengo uno.
Se llama Todd y tiene dieciséis años.
—¿Recuerda cómo se sintió cuando nació, cómo su presencia pareció cambiar su perspectiva de la vida? —preguntó Bud.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que recordé esos pensamientos iniciales sobre el nacimiento de Todd. Habían ocurrido muchas cosas desde que aquellas sensaciones se vieran arrastradas por un decenio de amargas palabras y recuerdos. A Todd se le había diagnosticado un trastorno de déficit de atención, y me resultaba imposible pensar en él sin experimentar una inquietud en el fondo de mi alma. No hacía más que causar problemas, y así había sido durante años. Pero la pregunta de Bud me devolvió a tiempos más felices.
—Sí, lo recuerdo —contesté, pensativo—.
Recuerdo cuando lo sostenía en mis brazos, pensando en mis esperanzas para su vida, sintiéndome inadecuado e incluso abrumado, pero al mismo tiempo agradecido.
El recuerdo alivió por un momento el dolor que sentía en el presente.
El recuerdo alivió por un momento el dolor que sentía en el presente.
—Eso fue lo que también me sucedió a mí —asintió Bud, como sabiendo muy bien de qué hablaba—.
Quiero contarle una historia que se inició con el nacimiento de mi primer hijo. Se llama David.
»Yo era un joven abogado que trabajaba muchas horas en uno de los más prestigiosos bufetes del país. Uno de los acuerdos en los que trabajé fue un gran proyecto financiero en el que intervinieron unos treinta bancos de todo el mundo. Nuestro cliente era el principal prestamista del acuerdo.
»Yo era un joven abogado que trabajaba muchas horas en uno de los más prestigiosos bufetes del país. Uno de los acuerdos en los que trabajé fue un gran proyecto financiero en el que intervinieron unos treinta bancos de todo el mundo. Nuestro cliente era el principal prestamista del acuerdo.
»Se trataba de un proyecto complicado en el que interveníamos muchos abogados. Sólo en nuestro bufete fuimos ocho los abogados asignados al tema, procedentes de cuatro sucursales diferentes en todo el mundo. Yo era el segundo miembro más joven del equipo y asumía la responsabilidad principal sobre la redacción de unos cincuenta contratos que acompañaban al contrato principal. Se trataba de un gran acuerdo que suponía muchos viajes al extranjero, cifras con muchos ceros, y en el que estaban implicados personajes con mucho poder.
»Una semana después de haber sido asignado al proyecto, Nancy y yo supimos que estaba embarazada. Fue una época maravillosa para nosotros.
David nació unos ocho meses más tarde, el 16 de diciembre. Antes del nacimiento trabajé duro para terminar o asignar a otro mis proyectos, de modo que pudiera tomarme tres semanas para estar con nuestro bebé recién nacido. No creo que me haya sentido nunca tan feliz como en aquella época.
»Pero entonces recibí una llamada telefónica. Era el 29 de diciembre. Me llamaba el socio principal del acuerdo. Me necesitaban en una reunión que se celebraría en San Francisco y en la que participaríamos todos los relacionados con el tema.
«"¿Durante cuánto tiempo?", pregunté.
»Hasta que se cerrara el trato. Podrían ser tres semanas o tres meses.
"Estaremos allí hasta que acabemos", fue lo que me dijo.
»Me sentí aplastado, y la idea de dejar a Nancy y a David a solas en Alexandria, Virginia, donde estábamos, me puso desesperadamente triste.
Tardé dos días en poner en orden mis asuntos en el Distrito de Columbia antes de abordar de mala gana el avión que me llevaría a San Francisco. Dejé a mi familia en la acera de lo que antes se llamaba el Aeropuerto Nacional.
Con un álbum de fotos bajo el brazo, hice un esfuerzo por separarme de ellos y crucé las puertas de entrada a la terminal.
»Fui el último de los participantes en llegar a nuestras oficinas de San Francisco. Hasta el compañero que llegaba de Londres se me adelantó. Me instalé en el último despacho de invitados que quedaba libre, situado en el piso 21. El trato se negociaba en el piso 25, donde estaban todos los demás.
»Hice de tripas corazón y me puse a trabajar. La acción principal se desarrollaba en el piso 25, donde se celebraban las reuniones y negociaciones entre todas las partes. Pero yo estaba solo en el piso 21, solo con mi trabajo y mi álbum de fotos, que mantenía abierto sobre mi mesa.
»Trabajé cada día desde las siete de la mañana hasta después de la una de la madrugada. Tres veces al día bajaba a la cafetería del vestíbulo y me compraba un bocadillo o una ensalada. Luego, volvía a subir al piso 21 y comía mientras revisaba los documentos.
»Si quiere saber cuál era mi objetivo en aquella época le diré que "redactar los documentos de la mejor forma posible para proteger a nuestro cliente y cerrar el trato", o algo similar. Pero debería usted conocer un par de cosas más sobre mi experiencia en San Francisco.
»Todas las negociaciones fundamentales para los documentos en los que yo trabajaba se celebraban en el piso 25. Esas negociaciones deberían haber sido muy importantes para mí, porque cada cambio que se produjera como consecuencia de ellas tenía que quedar reflejado en todos los documentos que yo redactaba. A pesar de eso, no subía demasiado al piso 25.
»De hecho, después de diez días de comida de cafetería, descubrí que en la sala principal de conferencias del piso 25 se servía comida a cualquier hora, de modo que todos pudieran seguir trabajando. Me enojó el hecho de que nadie me lo hubiera dicho. Durante esos diez días, me reprendieron en dos ocasiones por no haber incorporado en mis documentos algunos de los últimos cambios acordados.
¡Tampoco me los había comunicado nadie!
En otra ocasión me reprendieron porque, según se me dijo, no me encontraban con facilidad. Y durante ese período, el socio principal me pidió en dos ocasiones mi opinión sobre cosas en las que no había pensado, temas que indudablemente se me deberían haber ocurrido si hubiera reflexionado un poco. Pertenecían a mi ámbito de responsabilidad. Él no tendría que haber hecho el trabajo en mi lugar.
Bud se detuvo un momento y se sentó.
—Ahora, permítame hacerle una pregunta, Tom. A juzgar por lo poco que le he contado sobre mi experiencia en San Francisco, ¿diría usted que estaba realmente entregado a «redactar los documentos de la mejor forma posible para proteger a nuestro cliente y cerrar el trato»?
—No, no lo creo —contesté, sorprendido ante la facilidad con la que podía criticar a Bud Jefferson—. De hecho, da la impresión de que no se entregó del todo al proyecto. Estaba preocupado por otra cosa. ,
—En efecto —asintió—. No estaba entregado al proyecto. ¿Y cree usted que el principal socio se dio cuenta?
—Creo que después de esos diez días debió de ser evidente para él — contesté.
—Se dio cuenta lo suficiente como para reprenderme, al menos en un par de ocasiones —admitió Bud—.
Veamos lo siguiente: ¿cree que él diría que me había integrado en la visión del asunto, o que me había comprometido a llevarlo a buen término, o que estaba siendo muy útil para todos los demás participantes?
—No, no lo creo así. Al mantenerse aislado, arriesgaba usted el resultado del acuerdo, que no dejaba de ser el de ese cliente.
—No, no lo creo así. Al mantenerse aislado, arriesgaba usted el resultado del acuerdo, que no dejaba de ser el de ese cliente.
—Creo que tiene usted razón —admitió Bud—. Me había convertido en un problema. No participaba plenamente en el acuerdo, no estaba comprometido, no había asumido la visión, creaba problemas para los demás, y así sucesivamente.
Pero, considere ahora lo siguiente: ¿cómo cree que habría respondido yo si alguien me hubiese acusado de no participar, de no estar comprometido? ¿Cree que habría estado de acuerdo con esa opinión?
Reflexioné sobre la pregunta. Aunque para el mundo exterior debería de haber sido evidente, Bud pudo haber tenido problemas para verse a sí mismo tal como le veían los demás.
—No. Sospecho que se habría puesto a la defensiva si alguien se lo hubiera dicho así.
—Tiene toda la razón. Piénselo:
¿quién había dejado atrás a un hijo recién nacido para acudir a San Francisco? Yo —dijo, contestando su propia pregunta—.
¿Y quién trabajaba veinte horas al día? Yo —Bud se animaba cada vez más—.
¿Quién se vio obligado a trabajar a solas cuatro pisos más abajo que todos los demás? Yo.
¿Y a quién no se le dijo nada de algunos detalles básicos, como los planes para comer? A mí.
Así pues, desde mi perspectiva, ¿quién le estaba poniendo las cosas difíciles a quién?
—Supongo que pensó que los demás eran la principal causa del problema — contesté.
—Puede estar seguro de ello —asintió—.
¿Y qué me dice de estar comprometido, de participar y asumir la visión? ¿Se da cuenta de que, desde mi propia perspectiva, no sólo estaba comprometido, sino que bien podría haber sido la persona más comprometida de todas las que intervenían en el acuerdo?
Desde mi punto de vista, nadie había asumido más desafíos que yo, a pesar de lo cual seguía trabajando duro.
—Eso es cierto —admití, apoyando relajadamente la espalda en la silla, con un gesto afirmativo de la cabeza—. Seguramente se sintió de ese modo.
—Ahora, piénselo por un momento, Tom. —Bud se puso nuevamente de pie y empezó a pasear por la sala—.
Recuerde el problema. Yo no estaba comprometido, no participaba, no había asumido la visión y no hacía sino dificultar las cosas a los demás. Todo eso es cierto. Y eso supone un problema, un gran problema. Pero había otro problema aún mayor y eso es de
lo que usted y yo tenemos que hablar.
Ahora, Bud contaba con toda mi atención.
—El mayor problema de todos era que no podía darme cuenta de que tenía un problema. —Bud se detuvo un momento y luego, inclinándose sobre la mesa, hacia mí, añadió con un tono de voz más bajo y serio—: No hay solución al problema de la falta de compromiso, por ejemplo, si no se encuentra antes una solución al mayor problema de todos: el no poder darme cuenta de que no estoy comprometido del todo.
De repente, empecé a sentirme incómodo y noté cómo mi rostro volvía a hundirse en la inexpresividad. Me había sentido tan atrapado en la historia de Bud que hasta se me olvidó que la contaba por alguna razón. Aquella historia iba dirigida a mí. «Seguramente, piensa que yo debo tener un problema más grande.» Mis pensamientos cruzaban agitados por mi mente cuando escuché de nuevo la voz de Bud.
—Tom, aquella insistente ceguera que demostré en San Francisco tiene un nombre. Los filósofos la llaman «autoengaño». En Zagrum le hemos dado un nombre menos técnico; aquí la llamamos «estar dentro de la caja».
En nuestro lenguaje coloquial, cuando nos autoengañamos, decimos que «estamos en la caja».
»Va a aprender mucho sobre la caja, pero para empezar, piense del siguiente modo: en cierto modo, yo estaba "atascado" en mi experiencia en San Francisco.
Y estaba atascado porque tenía un problema que no creía tener, un problema que no podía ver. Sólo podía ver las cosas desde mi propia perspectiva cerrada y me resistía profundamente a cualquier sugerencia de que la verdad fuese diferente. Así pues, estaba en la caja: apartado, cerrado, ciego. ¿Cree que eso tiene sentido?
—Claro. Capto la idea —contesté, reconectado temporalmente con la historia de Bud.
—En las organizaciones no hay nada más común que el autoengaño —siguió diciendo—. Por ejemplo, según su experiencia laboral, piense en una persona que constituya realmente un gran problema; digamos, por ejemplo, alguien que haya sido un gran inconveniente para el trabajo en equipo.
Eso resultaba fácil, Chuck Staehli, el vicepresidente ejecutivo de la empresa en la que trabajaba antes. Era un estúpido simplón. No pensaba en nadie más que en sí mismo.
—Sí, conozco a un tipo así.
—Bien, pues ahí va una pregunta: la persona en la que usted está pensando, ¿sabe que es un problema del mismo modo que usted cree que lo es?
—No, ciertamente no.
—Eso es lo que suele suceder —asintió, deteniéndose directamente delante de mí—. Identifique a alguien con un problema y, por lo general, será alguien que se resiste a aceptar la sugerencia de que tiene un problema. Eso es autoengaño: la incapacidad para darse cuenta de que uno tiene un problema.
De todos los problemas que hay en las organizaciones, ese es el más común, y el más destructivo.
Bud colocó las manos sobre el respaldo de la silla, apoyándose en ella.
—¿Recuerda que hace pocos minutos le dije que necesitaba usted saber algo sobre un problema en las ciencias humanas?
—Sí.
—Pues de eso se trata. El problema es el autoengaño, la caja. —Se detuvo.
Estaba claro que esta era una cuestión muy importante para él—.
En Zagrum, Tom, nuestra máxima iniciativa estratégica es reducir al mínimo el autoengaño individual y organizativo. Ahora, para darle una idea de lo importante que es eso para nosotros —añadió reanudando el paseo por la sala—, necesito contarle algo sobre un problema análogo en medicina.
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Publicado por VRedondoF para La Caja el 1/09/2010 11:46:00 AM