PRIMERA PARTE
El autoengaño y la «caja»
En la oscuridad de sus ojos es donde se pierden los hombres. BLACK ELK
Bud
Hace exactamente dos meses cuando entré por primera vez en la apartada sede central de la Zagrum Company, con aires de campus universitario, para someterme a una entrevista para un alto puesto de dirección.
Llevaba más de diez años observando a esta empresa desde mi atalaya en una de sus empresas competidoras y ya me había cansado de acabar siempre en segundo puesto. Después de ocho entrevistas y un período de tres semanas de silencio de ellos y dudas propias, me contrataron para dirigir una de las líneas de productos de la Zagrum.
Ahora estaba a punto de experimentar un ritual de la alta dirección peculiar de Zagrum: una reunión personal de todo un día de duración con el vicepresidente ejecutivo, Bud Jefferson. Bud era la mano derecha de Kate Stenarude, la presidenta de Zagrum. Debido a un cambio en el equipo ejecutivo, iba a ser mi nuevo jefe.
Había intentado descubrir el propósito y desarrollo de esta reunión, pero las explicaciones que me dieron mis colegas sólo contribuyeron a confundirme.
Mencionaron un descubrimiento que, por lo visto, soluciona «problemas de la gente», comentaron que nadie se centra realmente en los resultados y dijeron algo sobre la «reunión de Bud», como la llamaban, y de que las estrategias que evidentemente se derivaban de ella eran claves para el increíble éxito de Zagrum. No tenía ni la menor idea de lo que me estaban hablando, pero me sentía ansioso por conocer e impresionar a mi nuevo jefe.
Sólo conocía a Bud por su fama. Había estado presente en una conferencia de presentación de producto a la que asistí, pero sin que tomara parte activa en ella. Era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto juvenil y una combinación de características singulares un tanto difíciles de encajar: un hombre rico que, sin embargo, se desplazaba en un modesto coche sin tapacubos en las ruedas; alguien que estuvo a punto de abandonar los estudios en la escuela superior, pero que luego se graduó con la máxima calificación en derecho y administración de empresas por Harvard; un experto aficionado en arte que sentía entusiasmo por los Beatles.
A pesar de sus aparentes contradicciones y quizá debido en parte a ellas, a Bud casi se le reverenciaba en la empresa como a un icono; como la propia Zagrum, era misterioso pero abierto, enérgico pero humano, cultivado y, no obstante, muy real. En cuanto se preguntaba por él en la empresa, uno se daba cuenta de que todo el mundo lo admiraba.
Tardé diez minutos en recorrer a pie la distancia que me separaba desde mi despacho en el edificio 8 hasta el vestíbulo del edificio central de Zagrum. El sendero, uno de los 23 que conectan los diez edificios de Zagrum, serpenteaba por entre robles y arces junto a orillas del Kate's Creek, un arroyo artificial de postal, creado a instancias de Kate Stenarude, al que los empleados le habían puesto su nombre.
Al subir hasta el tercer piso por la escalera colgante de acero inoxidable del edificio central, revisé mi rendimiento durante el mes que llevaba trabajando en Zagrum: era siempre de los primeros en llegar y de los últimos en marcharme. Tenía la impresión de centrarme en mi trabajo y no permitía que los asuntos ajenos interfiriesen en mis objetivos.
Aunque mi esposa se quejaba a menudo por ello, estaba decidido a trabajar más y superar a cualquier colaborador que pudiera competir por conseguir ascensos en los próximos años. No tenía, pues, nada de qué avergonzarme. Estaba preparado para reunirme con Bud Jefferson.
Al llegar al vestíbulo principal del tercer piso, me saludó María, la secretaria de Bud.
—Usted debe de ser Tom Callum —me dijo con entusiasmo.
—Sí, gracias. Tengo una cita con Bud a las nueve —le dije.
—Sí, Bud me pidió que le espere en la sala Este. Estará con usted en unos cinco minutos.
María me acompañó por el vestíbulo y me dejó a solas en una gran sala de conferencias, desde cuyos ventanales admiré las vistas del campus, entre las hojas del verde bosque de Connecticut. Aproximadamente un minuto más tarde, alguien llamó enérgicamente a la puerta y entró Bud.
—Hola, Tom. Gracias por venir —me dijo con una gran sonrisa, al tiempo que me tendía la mano—. Siéntese, por favor. ¿Quiere que le traigan algo de beber? ¿Café, un zumo, quizá?
—No, gracias —contesté—. Ya he tomado mucho esta mañana.
Me instalé en la silla de cuero negro más cercana a donde me encontraba, de espaldas a la ventana, y esperé a que Bud se sirviera un vaso de agua de la jarra que había en la zona de servicio, en el rincón. Regresó hacia mí con el vaso de agua, la jarra y otro vaso vacío. Los dejó sobre la mesa, entre nosotros.
—A veces, las cosas se ponen muy calientes por aquí. Tenemos mucho quehacer esta mañana. Sírvase cuando le apetezca.
—Gracias —balbucí.
Me sentía agradecido por el gesto, pero no muy seguro de la intenciónque pudiera tener todo aquello.
—Tom —me dijo Bud con brusquedad—, le he pedido que venga hoy por una razón, y es una razón importante.
—Muy bien —asentí inexpresivamente, tratando de contener la ansiedad quesentía.
—Tiene usted un problema, un problema que va a tener que resolver si quiere conseguir algo en Zagrum.
Sentí como si alguien me hubiese pegado una patada en el estómago.
Intenté encontrar la palabra o el sonido apropiados, pero mis pensamientos sedesbocaron y no encontré las palabras. Fui inmediatamente consciente de los retumbantes latidos de mi corazón y de la sensación de que la sangredesaparecía de mi rostro.
A pesar de todos los éxitos logrados en mi carrera, una de misdebilidades ocultas es que se me puede desequilibrar con facilidad. Había aprendido a compensarlo entrenando los músculos de la cara y los ojos para que se relajasen, de modo que ninguna contracción nerviosa traicionara mi sensación de alarma. Y ahora pareció como si mi cara supiera instintivamente que tenía que desvincularse de lo que hacía mi corazón, para no convertirme en el mismo y acobardado estudiante de tercer grado que se ponía a sudar ansiosamente, confiando en lograr una nota de «bien hecho» cada vez que la señorita Lee devolvía los deberes.
—¿Un problema? —conseguí preguntar—. ¿Qué quiere decir?
—¿Desea saberlo de veras? —replicó Bud.
—No estoy seguro. Pero me parece que necesito saberlo.
—En efecto —asintió Bud—. Lo necesita.
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Publicado por VRedondoF para La Caja el 12/12/2009 10:54:00 AM