Todo se ha dicho, y llegamos demasiado tarde cuando hace más de siete mil años que hay hombres, y que piensan. En lo que concierne a las costumbres, lo mejor y más bello se ha esfumado con los libros de antaño. No queda más que espigar entre los antiguos y los más diestros de los modernos.
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No existe tarea más deplorable en el mundo que labrarse la gloria de un nombre; al cabo, todo termina cuando la obra apenas se ha esbozado.
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No amamos por entero más que una sola vez, la primera: los amores que acontecerán después son menos involuntarios.
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Añorar al ser amado es un bien si lo comparamos con el hecho de vivir junto al que odiamos.
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La vida es breve si sólo le damos este nombre cuando es grata, pues si sumásemos todas las horas transcurridas en el goce, apenas los largos años de una existencia se nos convertirían en unos pocos meses.
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¡Cuán difícil es estar satisfecho de alguien!
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No poder soportar los caracteres malos, de los que el mundo rebosa, nada dice a favor del nuestro: es necesario que en el comercio corran tanto las monedas de oro como las de cobre.
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Vana empresa sería ridiculizar a un hombre muy torpe pero rico; los que debieran reírse estarían de su parte.
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Champagne, al salir de un opíparo banquete que le ha llenado la panza, con los dulces vapores de un vino de Avernay o de Sillery, firma una orden que le presentan al vuelo, según la cual, a no ser reparada, dejaría sin pan a una provincia entera. Tiene su disculpa, pues, ¿cómo iba a comprender, en plena digestión, que alguien pueda morir de hambre?
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A los treinta años se piensa en hacer fortuna, y a los cincuenta no está hecha. Uno edifica en la vejez, y muere cuando empiezan su labor los pintores y cristaleros.
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En el mundo no hay más que dos maneras de ascender: o por la propia industria, o por la imbecilidad ajena.
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Los modos revelan el temperamento y las costumbres, pero el rostro señala los bienes de fortuna. La renta más o menos generosa se marca en las facciones.
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El avaro gasta el día de su muerte más que en diez años de existencia, y su heredero en diez meses más de lo que él gastó a lo largo de su vida.
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Tal vez los hijos serían más queridos por sus padres, y recíprocamente, los padres por sus hijos, sin la condición de herederos.
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Dos razones son las que llevan a hablar bien de alguien en la corte: la primera, para que se sepa que hablamos bien de él; la segunda, para que él hable bien de nosotros.
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En la corte es tan peligroso dar un paso como no darlo.
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Las ruedas, los resortes y los movimientos están ocultos; nada se muestra de un reloj más que su manecilla, que avanza insensiblemente y cumple su vuelta: imagen del cortesano, y tanto más perfecta cuanto que, después de haber andado largo camino, vuelve a menudo al punto de partida.
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El esclavo sólo tiene un amo; no así el ambicioso, que tiene tantos dueños como personas puedan procurarle el favor.
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La ventaja de los grandes sobre el resto es inmensa en un aspecto. Les cedo la buena pitanza, los fastuosos muebles, sus perros y caballos, sus monos, sus enanos y aduladores, pero les envidio la dicha de tener a su servicio gentes que les igualan, y a veces exceden, en corazón e inteligencia.
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Deberíamos callar en lo tocante a los poderosos. Hablar bien de ellos casi siempre es adulación. En vida es peligroso pronunciarse en contra, y a su muerte es cobardía.
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Los ocho o diez mil hombres de una milicia son para el soberano como la moneda con que comprar una plaza o una victoria. Si logra que le cueste menos, si economiza hombres, se asemeja al negociante que conoce mejor que otro el valor del dinero.
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No nos enfurezcamos contra los hombres al ver su dureza, su ingratitud, su injusticia, su orgullo, el amor a sí mismos y el olvido para con los demás. Están hechos así, es su naturaleza. Es como no poder soportar que la piedra caiga o que el fuego ascienda.
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La muerte sólo llega una vez, pero se la siente en todos los instantes de la vida. Más duro es temerla que sufrirla.
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Lo que hay de cierto en la muerte queda aminorado por su propia incertidumbre. Es un indefinido en el tiempo que tiene algo de lo infinito, de eso que llamamos eternidad.
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Tememos una vejez que no estamos seguros de alcanzar. Esperamos envejecer y tememos la vejez, es decir, amamos la vida y huimos de la muerte. Si unos hombres murieran y otros no, el morir sería una desoladora aflicción.
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El pesar que causa a los hombres haber malbaratado el tiempo pasado, no les empuja siempre a administrar mejor el que les queda.
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A los niños todo les parece grande: los patios, los jardines, los edificios, los muebles, los hombres y los animales. Lo mismo sucede a los mayores con las cosas del mundo, y me atrevo a decir que por la misma causa: porque son pequeños.
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A la vista de ciertas calamidades, sentimos un resabio de vergüenza al ser dichosos.
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La mayoría de los hombres emplean la mejor parte de su vida en hacer miserable la otra.
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Dos cosas contrarias nos persuaden por igual: la costumbre y la novedad.
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Aquellos que sin apenas conocernos piensan mal de nosotros, no son causa de ofensa, puesto que no nos atacan: sólo se enfrentan al fantasma que ha forjado su fantasía.
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Un hombre es más fiel al secreto ajeno que al suyo propio; una mujer, por contra, guarda mejor su secreto que el del prójimo.
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El adulador no tiene buena opinión de sí ni de los demás.
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No hay camino demasiado largo para el que va a paso lento y sin presura; tampoco hay frutos lejanos para quien se instruye en la paciencia.
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Cada hora en sí misma, y en lo que nos atañe, es única. Una vez huida, se pierde para siempre, y los millones de siglos que habrán de encadenarse no nos serán retornados. Los días, los meses y los años caen sin vuelta en el abismo de los tiempos, y hasta el propio tiempo terminará por desaparecer: no es más que un punto en los inmensos espacios de la eternidad, y será borrado. Acontecen en el tiempo, sin embargo, circuntancias huecas y frívolas, que no son estables, y a las que yo llamo modas, sépase grandeza, privanza, riquezas, poder, autoridad, independencia, placeres, alegrías, superfluidad. ¿Qué será de todo ello cuando el tiempo haya desaparecido? Sólo la virtud, tan poco de moda, excede al tiempo.
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La tortura es un maravilloso invento para doblegar a un inocente enjuto y salvar a un culpable corpulento.
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Exigiría de aquellos que van contra la opinión común y las reglas generales, que mostrasen un saber superior a los demás y tuvieran razones claras y argumentos capaces de convencer.